Por Francisco
Javier Arroyo Arellanes
Siempre
que Jacinto cruzaba el camino que lo conducía a su hogar, llevaba una nueva
fantasía en la mente. Soñaba despierto, creando imágenes e historias, sin
imaginar que tal vez alguna se haría realidad.
Desde
temprana hora, y sin que todavía saliera el sol, el niño de diez años llevaba sus
vacas a pastar, tras haberles dado de beber.
El
pueblo de Jacinto se llamaba Santa María, donde destacaban peñascos cubiertos
de vegetación y una neblina espesa, de ahí que el clima tendiera a ser húmedo, aunque en épocas de calor se tornaba
agradable.
Jacinto
quedó huérfano a los dos años. Su madre había enfermado de gravedad y
posteriormente falleció. Algunas personas aseguraron que murió a causa de la
soledad que ensombreció su vida. Jacinto nunca conoció a su padre. A partir de
entonces, el abuelo Melesio, noble anciano que había quedado viudo años antes
de que Jacinto naciera, se hizo cargo de éste. Ambos llevaban una vida
apacible.
Diariamente, don Melesio enseñaba a su nieto a trabajar
la tierra, ordeñar las vacas, elaborar quesos y rezar. Por su parte, para
Jacinto nada era más grato que soñar.
Una tarde, cuando regresaba a casa con seis vacas,
Jacinto se detuvo a la orilla del camino y atestiguó el lento avance de un tren,
que dejaba una estela de humo negruzco; escuchó embelesado el singular y
rítmico sonido de aquella vieja máquina de vapor. Se sorprendió al mirar los
enormes vagones empotrados sobre las decenas de toscas ruedas metálicas, que
crujían a cada segundo como si fueran a reventar. Hacía mucho tiempo que no
veía pasar un tren cerca del pueblo. Se preguntó qué estaría sucediendo. La locomotora
se perdió de vista a lo lejos.
Ya con la noche encima, guardó las vacas en el corral y
se quedó pensativo. Su abuelo se le acercó y le preguntó:
—¿Vas a cenar, hijo?
El niño, mirando fijamente los ojos melancólicos del
anciano, contestó:
—Sí, abuelo.
Enseguida tomó un jarro, al que le agregó leche caliente
y un poco de café. El olor que despedía la bebida era delicioso. Escogió un pan
de entre los que había en un canasto, comió un trozo y dio un sorbo a su
bebida. Luego preguntó:
—Abuelo, hoy vi pasar un tren.
El abuelo, sorprendido, replicó:
—No puede ser. ¿Cuándo lo viste?
—Hace un rato, cuando venía para la casa.
—¿No será otra de tus fantasías? A lo mejor estuviste
mucho tiempo en el sol y se te calentó la cabeza. Será mejor que te duermas cuando
termines de cenar.
Con lentos movimientos, el abuelo sirvió frijoles en un
plato. Jacinto lo tomó, después empalmó una tortilla recién hecha y le agregó
un trozo de queso fresco. Comió con calma, en silencio. Éste se hubiera
prolongado de no ser porque don Melesio dijo:
—Tiene tiempo que dejó de pasar el tren. Hace muchos años,
en este pueblo se cosechaba mucha fruta y hortaliza, venía gente de diversos
lugares para comprar algo de lo que aquí se producía, pero desde que cayó la
desgracia en el pueblo muchos habitantes huyeron. Por eso dejó de pasar el
tren. El pueblo se convirtió desde entonces en un lugar abandonado por todos,
hasta por los curas.
“Mi madre platicaba que mi abuelo, el General don Juan
Nepomuceno, fue el más grande héroe del pueblo y, tal vez, del país. Resulta
que cuando ocurrió la Guerra
de Invasión, hace más de cien años, logró vencer al ejército extranjero que
quiso invadir nuestras tierras; todo esto gracias a su astucia, a su
conocimiento del territorio y, sobre todo, a su gran pericia militar. Esas
batallas costaron muchas vidas al país, de ahí que cada año se celebre ese heroico
triunfo.
“El General don Juan Nepomuceno fue quien exigió al
gobierno que se construyera en el pueblo una estación de ferrocarril; debido a
su poder e influencia, en poco tiempo estuvo lista. La estación nos benefició a
todos durante muchos años. Lástima que hoy esté abandonada.”
Tras un momento de silencio, el abuelo volvió a preguntar:
—¿Estás seguro que viste pasar el ferrocarril?
—Sí, abuelo, sí lo vi. No estoy mintiendo.
El silencio volvió a reinar en el lugar. Ambos se
levantaron de sus pequeñas sillas y se fueron a descansar. El abuelo alumbraba
el camino con una lámpara de petróleo. Se detuvieron frente a un viejo retrato colgado
en el centro de la amplia pared de adobe; se trataba de la imagen del General don
Juan Nepomuceno, de recia mirada, portaba un hermoso traje militar, empuñando un
rifle con el que, sin duda, abatió a muchos enemigos de la patria en aquella gloriosa
batalla. En otro punto de la pared había otras fotografías, como la de la abuela
Mercedes, sonriente y de cabello trenzado y, junto a ella, de una belleza
singular, Carmen, madre de Jacinto. En un rincón del cuarto, en un nicho, había
cantidad de estampas y escapularios de diferentes santos, apóstoles, beatos y
arcángeles los cuales, según don Melesio, habían vencido a los demonios que en
algún tiempo quisieron dominar el cielo.
Don Melesio se persignó (Jacinto hizo lo propio), después
encendió un par de veladoras y, por fin, cada cual se fue a su cuarto. Se
durmieron enseguida. Al poco tiempo, el anciano emitió un grito desgarrador, de
miedo.
—Aléjense, malditos demonios —pudo decir—. Dios sabe que
no podrán invadir mi vida ni mi hogar.
Se echó a llorar. Tomó un crucifijo que tenía bajo la almohada
y se incorporó, tratando de encender la lámpara de petróleo. Jacinto estaba en
el umbral, rezando en voz alta con una veladora encendida y una estampa de San
Gabriel Arcángel. Cuando el viejo se calmó, su nieto le dijo:
—No te preocupes, abuelo. Aquí está tu veladora, para que
alejes a las ánimas que no te dejan dormir.
El abuelo se acostó de nuevo y pudo conciliar el sueño.
El nieto volvió sobre sus pasos.
Don Melesio llevaba años teniendo esas pesadillas, de las
que, según él, sólo se libraría rezando entre veladoras.
Muy temprano, Jacinto salió de casa, seguido por las
vacas, que pastaban en un paraje cercano al pueblo. Después de un rato ahí, el niño
se dirigió a un río y se dio un largo baño. Mientras volvía al pueblo se sentó bajo
un árbol de peras; tomó una, la mordió y se quedó mirando el horizonte. De
pronto escuchó el inconfundible ruido del tren; deseoso de verlo, corrió hacia
las vías y volteó a ambos lados, pero no vio rastro alguno del vehículo.
Desanimado, desanduvo sus pasos. No había avanzado mucho cuando tropezó con un
bulto de papeles amarillentos, amarrados con un lazo; sorprendido, tomó el
paquete y lo llevó a su casa.
A solas y lleno de curiosidad, se dedicó a separar los
muchos periódicos que contenía el paquete. Vio muchas fotos que, de algún modo,
relacionó con las que estaban colgadas en la pared; vio muchas letras, así como
números y signos que no comprendió. Le chocó ignorar lo que esos papeles
significaban. Decidió esperar a que su abuelo regresara del mercado (donde
vendía quesos) para que lo sacara de dudas.
Al rato, don Melesio interrogó al niño, pero no le creyó.
—Creo que estas inventando, hijo. No puede ser que ahora
haya ferrocarriles invisibles. Los escuchas, pero no los ves, y encima de todo
aparecen paquetes de papeles en medio de las vías. No te creo.
El niño dijo con vehemencia:
—Abuelo, tienes que creerme. Este paquete apareció donde
te digo; se me hizo tan raro encontrarlo, que por curiosidad lo levanté. Nunca
había visto este tipo de papeles con fotos tan bonitas; por eso los traje a la
casa.
Don Melesio examinó el paquete y señaló:
—Mira, hijo. Éstos son periódicos que sirven para
informar a la gente lo que pasa en otros lugares, fuera de este pueblo. Además
de las fotos contiene palabras, que son las que componen las noticias. Lástima
que nunca aprendí a leer, porque en este pueblo nunca hubo escuela. Yo conocí los
periódicos en la ciudad, cuando mi madre me llevaba. Pero es mejor que no te
enteres de lo que dicen. Sin periódicos hemos sido felices.
—¿Me puedo quedar con ellos? —preguntó Jacinto.
El abuelo se quedó pensativo y al cabo asintió.
Ya en la noche, el niño estaba inquieto. No podía dormir.
Se levantó y sacó su paquete de periódicos, que había guardado debajo de la
cama. Encendió un quinqué y comenzó a revisar detenidamente cada uno; veía con
curiosidad cada una de las fotografías de los periódicos, de personas con
sombreros, con abrigos; soldados marchando. A la postre se sintió frustrado por
ignorar lo que veía, así que volvió a guardar el paquete debajo de la cama y se
acostó. Soñó que navegaba sobre las fotos y las letras de sus periódicos,
llevando un abrigo negro y un sombrero con pluma roja.
A la mañana siguiente cuidó a las vacas y estuvo buscando
paquetes de periódicos en las vías del ferrocarril. Caminó tanto que no
advirtió que ya había llegado a otro pueblo. Dejó las vacas a la entrada y recorrió
algunas calles. Le llamó la atención escuchar un coro de niños que gritaban
algunas vocales; se encaminó a la escuela y se asomó por un ventanal: un
profesor enseñaba las letras a sus alumnos. Jacinto lo escuchó atentamente, y después
de un rato corrió en pos de sus vacas, que aún estaban donde las había dejado;
miró alrededor y emprendió el regreso a casa, sin desviarse de las vías del tren.
Había caído la noche en Santa María. Jacinto se hallaba
pensativo frente al abuelo.
—¿Te pasa algo, hijo? Te noto muy callado.
—No, abuelo —contestó el niño—. No me pasa nada. Quisiera
aprender a leer.
Sorprendido, el abuelo contestó tajantemente:
—Ya te dije que en este pueblo no hay escuela. Además,
¿para qué quieres aprender a leer?
—Quiero saber qué dicen mis periódicos. Quiero saber qué
significan esas fotos.
El abuelo, dando un manotazo en la mesa, respondió:
—¡No, ya dije que no! Enterarte de lo que dicen esos
papeles va a alterar tu vida. Los tiraré a la basura si sigues de necio.
El niño agachó la cabeza y se fue a su cuarto, donde
lloró.
Se habituó a caminar largas distancias, al lado de sus
vacas, para llegar al pueblo que sí tenía escuela. Tomaba clases mientras las
vacas pastaban. Aprendió a leer y a escribir, a pesar de su abuelo.
En casa, noche a noche, revisaba sus periódicos; los
tenía ordenados de acuerdo con el número de fotos que tuvieran. Poco a poco fue
entendiendo lo que decían y, en caso de duda, acudía a su profesor. Después de
ocho meses, Jacinto dominó el arte de la lectura; las malas noticias lo
preocupaban, disfrutaba las buenas, cambió su percepción del mundo. Empezó a
dormir menos que de costumbre, con tal de leer en la madrugada. Cuidaba los
diarios como si fueran un tesoro; los guardaba envueltos en una manta.
El abuelo no se percataba de que el nieto había cambiado,
sustituyendo sueños y fantasías por notas periodísticas y fotografías.
Una madrugada, mientras el niño leía ávidamente, oyó a su
abuelo gritar de horror, y luego implorar:
—¡Hijo, ayúdame! ¡Ahora sí me llevarán los malditos
demonios! ¡Tráeme la veladora y ven a rezar, para que se alejen de mi lado
estos malvados espíritus!
El niño se levantó con calma, envolvió cuidadosamente sus
diarios, los guardó debajo de la cama y se acostó con los brazos bajo la nuca.
Por una ventana miró el cielo aún oscuro, exornado con un plenilunio rojizo,
mientras, en el cuarto contiguo, don Melesio seguía gritando por culpa de las pesadillas.