jueves, 2 de agosto de 2012

Un sueño al amanecer


Por Francisco Javier Arroyo Arellanes



Siempre que Jacinto cruzaba el camino que lo conducía a su hogar, llevaba una nueva fantasía en la mente. Soñaba despierto, creando imágenes e historias, sin imaginar que tal vez alguna se haría realidad.

Desde temprana hora, y sin que todavía saliera el sol, el niño de diez años llevaba sus vacas a pastar, tras haberles dado de beber.

El pueblo de Jacinto se llamaba Santa María, donde destacaban peñascos cubiertos de vegetación y una neblina espesa, de ahí que el clima tendiera a ser  húmedo, aunque en épocas de calor se tornaba agradable.

Jacinto quedó huérfano a los dos años. Su madre había enfermado de gravedad y posteriormente falleció. Algunas personas aseguraron que murió a causa de la soledad que ensombreció su vida. Jacinto nunca conoció a su padre. A partir de entonces, el abuelo Melesio, noble anciano que había quedado viudo años antes de que Jacinto naciera, se hizo cargo de éste. Ambos llevaban una vida apacible.

            Diariamente, don Melesio enseñaba a su nieto a trabajar la tierra, ordeñar las vacas, elaborar quesos y rezar. Por su parte, para Jacinto nada era más grato que soñar.

            Una tarde, cuando regresaba a casa con seis vacas, Jacinto se detuvo a la orilla del camino y atestiguó el lento avance de un tren, que dejaba una estela de humo negruzco; escuchó embelesado el singular y rítmico sonido de aquella vieja máquina de vapor. Se sorprendió al mirar los enormes vagones empotrados sobre las decenas de toscas ruedas metálicas, que crujían a cada segundo como si fueran a reventar. Hacía mucho tiempo que no veía pasar un tren cerca del pueblo. Se preguntó qué estaría sucediendo. La locomotora se perdió de vista a lo lejos.

            Ya con la noche encima, guardó las vacas en el corral y se quedó pensativo. Su abuelo se le acercó y le preguntó:

            —¿Vas a cenar, hijo?

            El niño, mirando fijamente los ojos melancólicos del anciano, contestó:

            —Sí, abuelo.

            Enseguida tomó un jarro, al que le agregó leche caliente y un poco de café. El olor que despedía la bebida era delicioso. Escogió un pan de entre los que había en un canasto, comió un trozo y dio un sorbo a su bebida. Luego preguntó:

            —Abuelo, hoy vi pasar un tren.

            El abuelo, sorprendido, replicó:

            —No puede ser. ¿Cuándo lo viste?

            —Hace un rato, cuando venía para la casa.

            —¿No será otra de tus fantasías? A lo mejor estuviste mucho tiempo en el sol y se te calentó la cabeza. Será mejor que te duermas cuando termines de cenar.

            Con lentos movimientos, el abuelo sirvió frijoles en un plato. Jacinto lo tomó, después empalmó una tortilla recién hecha y le agregó un trozo de queso fresco. Comió con calma, en silencio. Éste se hubiera prolongado de no ser porque don Melesio dijo:

            —Tiene tiempo que dejó de pasar el tren. Hace muchos años, en este pueblo se cosechaba mucha fruta y hortaliza, venía gente de diversos lugares para comprar algo de lo que aquí se producía, pero desde que cayó la desgracia en el pueblo muchos habitantes huyeron. Por eso dejó de pasar el tren. El pueblo se convirtió desde entonces en un lugar abandonado por todos, hasta por los curas.

            “Mi madre platicaba que mi abuelo, el General don Juan Nepomuceno, fue el más grande héroe del pueblo y, tal vez, del país. Resulta que cuando ocurrió la Guerra de Invasión, hace más de cien años, logró vencer al ejército extranjero que quiso invadir nuestras tierras; todo esto gracias a su astucia, a su conocimiento del territorio y, sobre todo, a su gran pericia militar. Esas batallas costaron muchas vidas al país, de ahí que cada año se celebre ese heroico triunfo.

            “El General don Juan Nepomuceno fue quien exigió al gobierno que se construyera en el pueblo una estación de ferrocarril; debido a su poder e influencia, en poco tiempo estuvo lista. La estación nos benefició a todos durante muchos años. Lástima que hoy esté abandonada.”

            Tras un momento de silencio, el abuelo volvió a preguntar:

            —¿Estás seguro que viste pasar el ferrocarril?

            —Sí, abuelo, sí lo vi. No estoy mintiendo.

            El silencio volvió a reinar en el lugar. Ambos se levantaron de sus pequeñas sillas y se fueron a descansar. El abuelo alumbraba el camino con una lámpara de petróleo. Se detuvieron frente a un viejo retrato colgado en el centro de la amplia pared de adobe; se trataba de la imagen del General don Juan Nepomuceno, de recia mirada, portaba un hermoso traje militar, empuñando un rifle con el que, sin duda, abatió a muchos enemigos de la patria en aquella gloriosa batalla. En otro punto de la pared había otras fotografías, como la de la abuela Mercedes, sonriente y de cabello trenzado y, junto a ella, de una belleza singular, Carmen, madre de Jacinto. En un rincón del cuarto, en un nicho, había cantidad de estampas y escapularios de diferentes santos, apóstoles, beatos y arcángeles los cuales, según don Melesio, habían vencido a los demonios que en algún tiempo quisieron dominar el cielo.

            Don Melesio se persignó (Jacinto hizo lo propio), después encendió un par de veladoras y, por fin, cada cual se fue a su cuarto. Se durmieron enseguida. Al poco tiempo, el anciano emitió un grito desgarrador, de miedo.

            —Aléjense, malditos demonios —pudo decir—. Dios sabe que no podrán invadir mi vida ni mi hogar.

            Se echó a llorar. Tomó un crucifijo que tenía bajo la almohada y se incorporó, tratando de encender la lámpara de petróleo. Jacinto estaba en el umbral, rezando en voz alta con una veladora encendida y una estampa de San Gabriel Arcángel. Cuando el viejo se calmó, su nieto le dijo:

            —No te preocupes, abuelo. Aquí está tu veladora, para que alejes a las ánimas que no te dejan dormir.

            El abuelo se acostó de nuevo y pudo conciliar el sueño. El nieto volvió sobre sus pasos.

            Don Melesio llevaba años teniendo esas pesadillas, de las que, según él, sólo se libraría rezando entre veladoras.

            Muy temprano, Jacinto salió de casa, seguido por las vacas, que pastaban en un paraje cercano al pueblo. Después de un rato ahí, el niño se dirigió a un río y se dio un largo baño. Mientras volvía al pueblo se sentó bajo un árbol de peras; tomó una, la mordió y se quedó mirando el horizonte. De pronto escuchó el inconfundible ruido del tren; deseoso de verlo, corrió hacia las vías y volteó a ambos lados, pero no vio rastro alguno del vehículo. Desanimado, desanduvo sus pasos. No había avanzado mucho cuando tropezó con un bulto de papeles amarillentos, amarrados con un lazo; sorprendido, tomó el paquete y lo llevó a su casa.

            A solas y lleno de curiosidad, se dedicó a separar los muchos periódicos que contenía el paquete. Vio muchas fotos que, de algún modo, relacionó con las que estaban colgadas en la pared; vio muchas letras, así como números y signos que no comprendió. Le chocó ignorar lo que esos papeles significaban. Decidió esperar a que su abuelo regresara del mercado (donde vendía quesos) para que lo sacara de dudas.

            Al rato, don Melesio interrogó al niño, pero no le creyó.

            —Creo que estas inventando, hijo. No puede ser que ahora haya ferrocarriles invisibles. Los escuchas, pero no los ves, y encima de todo aparecen paquetes de papeles en medio de las vías. No te creo.

            El niño dijo con vehemencia:

            —Abuelo, tienes que creerme. Este paquete apareció donde te digo; se me hizo tan raro encontrarlo, que por curiosidad lo levanté. Nunca había visto este tipo de papeles con fotos tan bonitas; por eso los traje a la casa.

            Don Melesio examinó el paquete y señaló:

            —Mira, hijo. Éstos son periódicos que sirven para informar a la gente lo que pasa en otros lugares, fuera de este pueblo. Además de las fotos contiene palabras, que son las que componen las noticias. Lástima que nunca aprendí a leer, porque en este pueblo nunca hubo escuela. Yo conocí los periódicos en la ciudad, cuando mi madre me llevaba. Pero es mejor que no te enteres de lo que dicen. Sin periódicos hemos sido felices.

            —¿Me puedo quedar con ellos? —preguntó Jacinto.

            El abuelo se quedó pensativo y al cabo asintió.

            Ya en la noche, el niño estaba inquieto. No podía dormir. Se levantó y sacó su paquete de periódicos, que había guardado debajo de la cama. Encendió un quinqué y comenzó a revisar detenidamente cada uno; veía con curiosidad cada una de las fotografías de los periódicos, de personas con sombreros, con abrigos; soldados marchando. A la postre se sintió frustrado por ignorar lo que veía, así que volvió a guardar el paquete debajo de la cama y se acostó. Soñó que navegaba sobre las fotos y las letras de sus periódicos, llevando un abrigo negro y un sombrero con pluma roja.

            A la mañana siguiente cuidó a las vacas y estuvo buscando paquetes de periódicos en las vías del ferrocarril. Caminó tanto que no advirtió que ya había llegado a otro pueblo. Dejó las vacas a la entrada y recorrió algunas calles. Le llamó la atención escuchar un coro de niños que gritaban algunas vocales; se encaminó a la escuela y se asomó por un ventanal: un profesor enseñaba las letras a sus alumnos. Jacinto lo escuchó atentamente, y después de un rato corrió en pos de sus vacas, que aún estaban donde las había dejado; miró alrededor y emprendió el regreso a casa, sin desviarse de las vías del tren.

            Había caído la noche en Santa María. Jacinto se hallaba pensativo frente al abuelo.

            —¿Te pasa algo, hijo? Te noto muy callado.

            —No, abuelo —contestó el niño—. No me pasa nada. Quisiera aprender a leer.

            Sorprendido, el abuelo contestó tajantemente:

            —Ya te dije que en este pueblo no hay escuela. Además, ¿para qué quieres aprender a leer?

            —Quiero saber qué dicen mis periódicos. Quiero saber qué significan esas fotos.

            El abuelo, dando un manotazo en la mesa, respondió:

            —¡No, ya dije que no! Enterarte de lo que dicen esos papeles va a alterar tu vida. Los tiraré a la basura si sigues de necio.

            El niño agachó la cabeza y se fue a su cuarto, donde lloró.

            Se habituó a caminar largas distancias, al lado de sus vacas, para llegar al pueblo que sí tenía escuela. Tomaba clases mientras las vacas pastaban. Aprendió a leer y a escribir, a pesar de su abuelo.

            En casa, noche a noche, revisaba sus periódicos; los tenía ordenados de acuerdo con el número de fotos que tuvieran. Poco a poco fue entendiendo lo que decían y, en caso de duda, acudía a su profesor. Después de ocho meses, Jacinto dominó el arte de la lectura; las malas noticias lo preocupaban, disfrutaba las buenas, cambió su percepción del mundo. Empezó a dormir menos que de costumbre, con tal de leer en la madrugada. Cuidaba los diarios como si fueran un tesoro; los guardaba envueltos en una manta.

            El abuelo no se percataba de que el nieto había cambiado, sustituyendo sueños y fantasías por notas periodísticas y fotografías.

            Una madrugada, mientras el niño leía ávidamente, oyó a su abuelo gritar de horror, y luego implorar:

            —¡Hijo, ayúdame! ¡Ahora sí me llevarán los malditos demonios! ¡Tráeme la veladora y ven a rezar, para que se alejen de mi lado estos malvados espíritus!

            El niño se levantó con calma, envolvió cuidadosamente sus diarios, los guardó debajo de la cama y se acostó con los brazos bajo la nuca. Por una ventana miró el cielo aún oscuro, exornado con un plenilunio rojizo, mientras, en el cuarto contiguo, don Melesio seguía gritando por culpa de las pesadillas.